CIUDAD
DE MÉXICO (apro).- Les recuerdo algo: la “escala sísmica de Richter” es
logarítmica (base 10), y no lineal. Esto significa que un terremoto de 8.1
grados tiene una magnitud 10 veces mayor que uno de 7.1 (y no es sólo 10% u 15%
más fuerte, como podría pensarse). Dicho de otro modo: ayer, un sismo con una
magnitud diez veces menor que el de 1985 derribó unos 40 edificios y mató a
casi 100 personas en la Ciudad de México.
En resumen:
en 32 años no aprendimos un carajo. Una escuela y un taller textil se nos
derrumbaron; se siguieron dando permisos para construcciones de papel; se
permitió que gente viviera en edificios viejos y dañados (y gente decidió vivir
en edificios viejos y dañados); Protección Civil no hizo las revisiones
suficientes, las hizo mal o a nadie le importaron; nuestra conciencia y
capacidad de exigir tampoco avanzaron, y a nadie le interesó explicarnos la
diferencia entre magnitud e intensidad, así que hoy descubrimos azorados que no
estábamos en manos de la planeación y la prevención, sino de la suerte, y que
un terremoto 10 o 15 veces menor que el de 1985 puede tumbar la capital del
país.
Los atlas de riesgo no
sirvieron para evitar la catástrofe; sólo nos indicaron dónde tendríamos que
buscar a los muertos: en los mismos lugares que hace tres décadas.
Cuando
estudié periodismo y revisé lo que se había escrito del terremoto del 85, me
llamó la atención un hueco: apenas había reportajes sobre las sanciones que
habían recibido los empresarios que levantaron edificios de porquería; apenas había
textos sobre los castigos impuestos a los funcionarios que lo permitieron. La
razón era simple: nunca hubo tales castigos, nunca existieron dichas sanciones.
Pero entonces como hoy
existen responsables que tienen nombre y apellido, protectores y cómplices,
intereses y fortunas. ¿Quiénes dieron los permisos de construcción? ¿Quién no
hizo su trabajo? ¿Por qué se cayeron escuelas, supermercados y edificios de
departamentos si por norma deben tener mucha mayor resistencia a los sismos?
¿Por qué se cayó un puente en el Tecnológico de Monterrey, si esa universidad
está especializada en la formación de ingenieros? En 32 años, ¿no tendríamos
que habernos preparado para un temblor de mayor intensidad incluso que el del
85, y no estar penando por uno mucho más débil? ¿Qué papel jugaron la
gentrificación y la burbuja inmobiliaria? ¿Cuál la ignorancia? ¿Qué
responsabilidad tenemos los ciudadanos? ¿Qué vamos a exigir ahora?
En medio de
este océano de pasmos sobresale una verdad: el terremoto mató a pocas personas;
la impunidad, a la inmensa mayoría. No era inevitable que el terremoto dejara
tantos daños.
No faltará el
politicastro que sugiera que, para el tamaño del sismo, 200 o 250 muertos
fueron pocos; que culpe a la cercanía del epicentro por los daños en la Ciudad
de México; que se enorgullezca de la reacción oficial, que –como el gobernador
Graco Ramírez– quiera darle carpetazo al asunto y pasar a otras cosas. Pero
insisto: los hechos son que un terremoto de una magnitud diez veces menor a la
del 85 colapsó a la capital del país, que la inmensa mayoría de rescatistas
improvisados fueron ciudadanos (es decir, que el gobierno fue superado, de
nuevo), que de un universo de decenas de miles de edificios “bastaron” 40
edificios derrumbados para ahogar la capacidad de nuestras autoridades.
El Estado
falló. Su principal función es la de garantizar la seguridad y volvió a
incumplir. Y no nos engañemos: los ciudadanos no somos la prioridad de la clase
política. El furor con que los partidos claman por dinero para sus campañas,
por ejemplo, no se compara mínimamente con el que han solicitado para este
desastre.
Estamos
parados sobre un antiguo lago y una zona sísmica. También estamos parados sobre
la ignorancia y la impunidad. Pero también podemos pararnos sobre nuestros propios
pies, levantar el puño, gritar “¡Silencio!” y escuchar con atención de dónde se
resquebraja nuestro país.
—Con
información de Alba María Medina Marín
En Twitter:
@JCOrtegaPrado
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